De momento, vigilo. Te estoy vigilando.
Sé de aquella luz, sabia y reposada de paz, que llevo conmigo. Pero sigo colocándome en las espaldas del dragón que permanece en el portal, aturdido de frustraciones, grandes caídas y deseos más ardientes que el propio fuego que es capaz devolver. Sigo a sus espaldas, para que no te destripe y en cambio pueda atraerte suavemente, tras un hilo tangible de sentidos y corrupto aburrimiento, hacia las tierras de mi reino blanco. Donde ni yo me atrevo a saltar entera. Estoy vigilando, a ver si me acompañarás. Si serás capaz de renunciar a mis carnes lasas y sedientas, para recordar el honrar cada una de mis curvas, cada uno de mis ángulos, cada una de mis llanuras, cada manifestación de vida en mí... Con tu propia vida guiando tus manos, tu boca, tu aire, tu gravedad.
Cuando me amaré lo suficiente para que ese espléndido dragón enfurecido y ese silencioso cisne contemplativo compartan el mismo aliento; dejaré de vigilarte. Dejaré de vigilar, y dejaré de vigilarme. Me convertiré en un lago sin brazos ni dedos para alcanzarte, sin arañarme por seducirte. Si la vida lo dice, vendrás dentro de mí, nadarás en todo lo que soy, y cada una de mis partes estará contigo. Porque ya estaré aquí, amplia, sin irme a ningún lugar, ya que cada inmersión en mi interior será el viaje. Una y otra vez, por cada presente contenido.
Dejaré de vigilar y amaré. Abandonada, inevitable.