LA DECISIÓN DE KORINA
—Mejor será que eches a correr y no pares hasta llegar a las dunas de Elrond. Es lo más prudente que puede hacer una niña como tú. ¿Qué harías si te toparas con los gigantes de Golgomath, grandes como montañas y con la misma fiereza de los orcos? ¿Subsistirías a la maldición del jinete sin cabeza que cabalga rumbo a Sleepy Hollow? Lo más sencillo es huir, Korina, no hay lugar en estas tierras para quienes no son capaces de enfrentarse a sus miedos. Piénsalo bien. En qué te convertirías si te quedaras... Podrías defender Zion del ataque de las máquinas o seguir a Arturo por tierras inhóspitas en su búsqueda del Grial. Confiarías en la Fuerza contra el Lado Oscuro o dejarías que te robara el corazón el temible Pirata Roberts.
»Estas fueron sus palabras —dijo el abuelo mientras cerraba el libro.
Su nieta, protegida tras una almohada, le interrogó con los ojos, animándole a seguir.
—Entonces sucedió algo increíble... Korina comenzó a correr con la velocidad de un gamo. A su espalda sentía el aliento de nigromantes sobre corceles negros, la mirada sangrienta del ojo de Sauron, la carcajada histriónica del Duendecillo Verde. Incluso creyó ver el rostro de un falso sacerdote con los nudillos tatuados de Amor y Odio, al que confundió con el malvado sheriff de Nottingham. Y continuó huyendo hasta que le pareció oír el sonido de las olas. Había llegado a una playa de fina arena blanca y aguas de color esmeralda. Allí, escondida tras un pequeño montículo, se quedó dormida.
—¿Y qué pasó? —apremió la niña.
—Ocurrió que al despertar, Korina se vio sola —respondió su abuelo con un gesto de ternura—. Frente a ella estaba el mar, y la línea de un horizonte oscuro, pero no su familia, ni sus amigos. No había nadie. Así que se levantó y, decidida, emprendió el camino de regreso. Debía enfrentarse al fundador de Mordor, a hechiceros con cabeza de serpiente o a los trasgos que poblaban todas aquellas películas de las que nunca había visto el final.