Todos los días, camino de la escuela, pasaba delante de ella. Y siempre tenía para mí un “buen día, joven” y un pedazo de mango o de papaya, o una de esas ciruelas amarillas que tanto me gustan. Tía Lis decía que llevaba años en su puestito de la 1ª con la Juárez. Desde que llegó de Tabasco, de donde había salido de aquella manera. Un asunto oscuro, algo que ver con un engaño o, más bien, con un desengaño.
Según Tía, era experta en el arreglo de jugos y aguas. El limón y la lima para adelgazar la sangre, la jícama y el tamarindo para las piedras del riñón, la Jamaica para el espíritu decaído, la flor de la pasión para recuperar el amor perdido.
Pero Tía Lis no sabía qué ofreció al hombre que la traicionó y a la desgraciada aquella que lo intentó. Al menos, eso decía.