Caminaba hacia mi hotel, atravesando las oscuras callejuelas del barrio antiguo de la ciudad, cuando me abordó un hombre joven. Me fijé en su levita, gastada y demasiado ajustada, y en el raído sombrero de copa que apenas cubría su desordenado cabello. Me mostró un folleto que llevaba en la mano: “Es usted el último. El sorteo está a punto de comenzar”. No tenía nada mejor que hacer, así que le acompañé.
Entramos en lo que parecía una vieja capilla. Había poca luz, pero pude ver que en el altar habían instalado un pequeño escenario sobre el que yacía una mujer. Abajo, un público escaso se distribuía por las seis o siete hileras de sillas. Tras dar un par de palmadas para llamar la atención, el joven sacó unas bolas del bolsillo de la levita y las metió en el sombrero. A medida que pasaba entre los asistentes, cada uno sacaba una bola y la mostraba. Negra, negra, negra. Llegó mi turno. La bola blanca provocó murmullos de aprobación y algún aplauso.
El joven de la levita me invitó a subir al escenario, donde me entregó una hermosa daga. Incrustaciones de marfil y piedras preciosas realzaban la belleza de su empuñadura de plata. En el curvado acero, unas manchas de sangre no podían ocultar el reflejo de la aterrorizada mirada de la mujer.
Modelo: Valentina Pedica