Desesperados por la privacidad, hoy levantamos los hombros y avanzamos sobre la pantalla cuando alguien, detrás nuestro, nos observa escribiendo la contraseña del acceso a una nueva red social de turno.
No fue así para Jose aquella mañana de Julio.
Cada dos semanas llegaba a la oficina de correos de la ciudad monótona en donde vivía.
Tenía la suerte de ser el hijo menor de una familia de comerciantes acaudalados, lo que le permitió acercarse a la educación antes de la guerra. Los Roig Ramón debieron abandonar sus tierras por deudas con el gobierno de aquel entonces instalándose en el centro de Europa y comenzando con lo poco que habían rescatado.
Había descubierto el placer de enviar sus pensamientos por correo hacia el nuevo continente, en donde algunos camaradas coincidían en responder gustosos. Soldados, enfermeras. No importaba quien hubiese pasado por su vida, era destinatario de sus cartas.
Mas de una vez Jose había discutido con el jefe de la oficina postal ya que por dichos de sus lectores, algunos escritos se habían extraviado. Aún así y luego de revolver las grandes bolsas que el tren dejaba diariamente, Jose insistía semana a semana enviando y retirando cualquier mensaje que el correo acercara.
Al entrar a la oficina, su cuerpo se estremecía de dudas. Pero su respeto hacía que no pudiese decir mas que, "Buenos días y Hasta luego"
Mientras el jefe de estación buscaba las cartas a su nombre, él miraba de costado el enorme 105 con un nombre que ya desaparecía y pensaba que tal vez, nadie abriría ese cajón nunca mas.
Tampoco quería preguntar por lo que no estaban identificados. No había y no había. Debía esperar. Era una pequeña oficina postal. El veía la historia en los membretes. Nunca quitaría la identificación del dueño anterior. El pensaba en esa pared con cajones, como la historia misma de la humanidad. Era una pequeña oficina. Pero una gran historia.
Esa mañana de Julio, el pequeño Alfred llegó en su pequeña bicicleta a buscar a Jose. "Don Jose, Don Jose: lo buscan con urgencia en la oficia de correo"
Casi como quien va al hospital, Jose corrió soñando con esa pequeña, remota posibilidad.
Abrió la puerta y el jefe sonreía levemente bajo el gran bigote. En su mano, casi desapercibida, una pequeña dorada llave recién lustrada colgaba de una pequeña cadena, la cual contendría toda su intimidad en pensamientos.
"Es la 84" dijo el jefe.