Cebo de antojo
Estaba harto de oír la misma historia. Sus padres eran unos románticos empalagosos y a la menor oportunidad le daban alas al amor contando con detalle los preámbulos de su nacimiento. En su primera cita habían ido a ver “En el estanque dorado” porque a Ella le gustaba Henry Fonda, y a la salida del cine, para impresionarla, Él le dijo que pescaba, que luego soltaba a los peces y que conocía uno tan viejo como la mítica trucha Walter que aparecía en la película. No es verdad, le dijo ella, picando el anzuelo, y al día siguiente estaban los dos apretados en una barca en mitad del pantano. Cebaron el agua con pan untado en mantequilla y Él lanzó el sedal sólo con la cucharilla reluciente. Minutos después apareció un lucio de medio metro que con su boca de pato se merendó el pan y luego jugó con la cucharilla como si supiera que no corría peligro. Y entonces se acercó hasta la barca, le contaba su madre, y pudimos tocar su lomo y ver la marca que tenía en la cabeza, y después naciste tú y, como tenías en la pierna un antojo igualito, te pusimos de nombre Lucio. A él esta historia le parecía un cuento, y el amor una horterada.
Lucio cumplió diecinueve años hace dos meses. Hace uno se enamoró como un tonto de un compañero de su clase, que le corresponde como un bobo, y se cogen de la mano y se besan como idiotas, hasta marearse. No se lo creen ni ellos, y quieren comprometerse. Por eso han ido este hermoso atardecer al pantano, Lucio ha lanzado el sedal sólo con la cucharilla y se ha remangado el pantalón corto para utilizar como cebo su antojo. Y espera que acuda el pez a certificar su amor. Y su novio, sentado en la orilla, está mirando en internet y dice que un lucio puede medir hasta un metro ochenta y vivir más de treinta años. Luego es posible.