La nueva secretaria se acercó a su mesa: “Me gustaría invitarte este fin de semana a la fiesta grande de mi pueblo”. No lo dudó. Lo que fuera antes que otro domingo frente a la tele.
La recibieron con gran efusividad. Todos le explicaban a la vez: “…subimos en romería hasta…” “…una tradición que se remonta…” “…ropas de nuestros ancestros…” “…un gran honor aceptando nuestra invitación…”
Una vez en marcha, le pareció que, a medida que avanzaban, la gente se iba arremolinando a su alrededor. Que, incluso, la obligaban a apretar el paso. Sintió miradas extrañas, sonrisas forzadas, un empujón. Fue sólo al doblar el último recodo cuando pudo ver la piedra. Grande y plana, como un altar grisáceo del que se desprendía un reguero sanguinolento.