Primero fueron los aullidos, luego las desapariciones. El barrio estaba aterrorizado. Las madres no dejaban jugar a los niños en la calle y nadie salía de casa después de anochecer. Por eso, cuando unos cazadores trajeron el enorme perro que habían abatido en los alrededores, todo el mundo respiró tranquilo.
Para celebrarlo, organizamos una gran fiesta a la que vinieron todos los vecinos. Tía Berta se ocupaba de los dulces y mamá servía copitas de anisado. Cuando tío Horacio cogió su acordeón para entretener a los invitados, la prima Reme y yo convencimos a don Quilmes para que nos acompañara a admirar la colección de mariposas que papá guardaba en el sótano.
Me caía bien el pobre viejo. Pero había que alimentar a la mascota.