Compré la casa al poco de enviudar. Me gustó su sala, suficientemente amplia como para colocar todos mis libros, y con un amplio ventanal que daba al jardín y al muro de cemento gris-verdoso que lo separaba de la calle.
La primera vez que vi las sombras pensé que mi imaginación me estaba jugando una mala pasada, ya que, por un momento, me recordaron a la foto de recién casados que guardaba en mi mesilla. Aunque las sombras seguían ahí por la mañana, algo había cambiado en aquellos rostros. Con el paso de los días continuaron las transformaciones: de la alegría a la tristeza, a la decepción, la rebeldía, el enojo, la apatía. Yo ya no podía separarme de aquel telón sobre el que se proyectaba la historia de mi matrimonio.
Esta mañana he pintado el muro. Pero sé que ni la más gruesa capa de pintura será capaz de ocultar el odio de mi mirada ni el brillo del cuchillo que mi mano izquierda aferra.