EL RUSO WISOSKI
Mi tío, el ruso Wisoski, ni es mi tío ni es ruso. En el barrio le llamamos así porque cada vez que íbamos a comprarle chorizos a su tienda del mercado, él siempre nos saludaba “¡chesch sobrrrino!”, con ese acento tan peculiar que nos recordaba a las películas de espías comunistas durante la guerra fría. Era sólo un niño cuando arribó con sus padres al puerto del Callao huyendo de Polonia en los primeros años de la segunda guerra mundial.
La familia se instaló en la villa de San Miguel, cerca de lo que por entonces se conocía como la Hacienda Maranga. Para solventarse la vida en su nuevo país, los Wisoski -una desafortunada transliteración del original Wyszkowski- se dedicaron a la elaboración de embutidos aplicando las tradicionales recetas polacas. Se hicieron de una pequeña parcela en donde criaron cerdos y montaron una huerta para plantar coles, pepinos y una diversidad de plantas aromáticas.
En poco tiempo, la fama de las salchichas de los Wisoski se extendió por todo San Miguel y en los distritos aledaños. A mediados de los cincuentas, cuando el joven Wisoski se hizo cargo del negocio, la tienda era conocida por medio Lima. Dueños de las más importantes cafeterías del Centro, Miraflores y San Isidro acudían a su local para hacerse de los mejores insumos para satisfacer a su exclusiva clientela.
Yo lo conocí en los ochenta, cuando mi padre me mandaba a comprar pan y fiambre para el lonche de las seis de las tarde. Ya por entonces había adoptado la imagen que aún perdura en la actualidad: una frondosa aunque recortada barba blanca, chaleco y corbata floridas y un bombín que le regaló un asiduo cliente inglés. Su simpático atuendo resaltaba aún más su carisma y don de gente.
Hasta hace algunos años, durante la época de la matanza, el ruso Wisoski nos invitaba a los chicos del barrio para que presenciáramos como preparaba y embutía los chorizos. Tanto para él como para nosotros era una de las fechas más importantes del año. Colocaba luces alrededor de la mesa del comedor de su casa donde montaba la máquina para picar la carne y la choricera. Veíamos todo el proceso, desde que amasaba la carne con sal, hinojo, comino, perejil y pimienta, hasta que ataba las tripas embutidas con hilo de algodón y las colgaba en largas varas de madera. Al finalizar nos invitaba unas suculentas Kiełbasa, salchichas blancas que nos sacaba de su reserva particular, que las acompañaba de chucrut y pepinos fermentados. Son de los sabores que mi memoria se empeña en no olvidar.
El ruso Wisoski está retirado y ahora es su hijo menor quien regenta la empresa familiar. Uno de los hijos de este está empecinado en regresar al pueblo de origen de los Wyszkowski para conocer su historia y recuperarla para las próximas generaciones. Pero tiene problemas para obtener la nacionalidad polaca porque tanto el nieto como su abuelo están registrados como Wisoski para todos los efectos. Parte de la solución radica en que mi tío viaje a su ciudad natal y demuestre a los funcionarios sus raíces polacas.
El ruso Wisoski tiene miedo no sólo por volar a una edad avanzada sino por lo que se pueda encontrar en su periplo. Nunca había querido regresar a Polonia por ello, ni siquiera por turismo. Quizás sea la hora de enfrentarse a su pasado y cerrar esas cicatrices de su infancia que con su aspecto bonachón siempre trato de ocultar.
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WISOSKI THE RUSSIAN
Mi uncle, Wisoski the Russian, is not my uncle or Russian. We call him this way in the neighbourhood because he waved to us with a ‘¡chesch nepheeew!’ every time that we bought sausages at his market grocery, with his particular accent that reminded us to the communist spy movies in the cold war. He was a boy when he reached the Callao port with his parents, escaping from Poland in the first years of the Second World War.
The family settled in Villa San Miguel, near the named at that time Hacienda Maranga. In order to survive in their new country, the Wisoski – an inopportune transliteration of the Wyszkowski original – devoted themselves to elaborate sausages applying the traditional Polish recipes. They managed to have a small piece of ground to raise pigs, and set up a vegetable garden to plant cabbage, cucumber and a diversity of aromatic plants.
In a short time, the reputation of the Wisoski sausages extended around all San Miguel and the adjacent districts. In the mid 50’s, when the young Wisoski took charge of the business, the grocery was known by half Lima. Owners of the most important cafes in the Centre, Miraflores or San Isidro went to his premises to get the best ingredients, in order to satisfy their exclusive customers.
I met him in the 80’s, when my father used to send me to buy bread and cold meats for the afternoon lunch at 6pm. By that time he had already adopted his current image: a leafy but well cut beard, vest and flowery ties, and a bowler hat given by a frequent English customer. His pleasant attire highlighted even more his charisma and his goodness with people.
Up to some years ago, in the slaughtering season, Wisoski the Russian invited the neighbourhood kids to see the preparation and stuffing of sausages. It was one of the important dates in the year, both for him and for us. He put lights around the table in his living room, where he assembled the machine to mince meat, and the sausage machine. We saw the whole process, since he prepared the meat with salt, fennel, cumin, parsley and pepper until he tied the stuffed intestines with cotton thread and hung them out in long wood sticks. In the end he invited us to tasty Kielbasa, white sausages from his private stock, accompanied with sauerkraut and cucumber. These are the flavours that my memory tries to not to forget.
Wisoski the Russian is retired and his youngest son is now in charge of the familiar business. One of his sons is stubborn about coming back to the Wyszkowski hometown to know its history and recover it for the next generations. But he has problems to get the Polish nationality because both the grandson and the grandfather are registered as Wisoski for all purposes. Part of the solution lies in my uncle travelling to his hometown and showing to the officers his Polish roots.
Wisoski the Russian is afraid not only for travelling at an old age but for what he may find in his journey. He never wanted to come back to Poland for that reason, not even for tourism. Maybe it is time to face up to his past and close the childhood scars that he always tried to hide behind his good-natured image.