Ayer lo vieron pasar. Eso me dijo la Señora. Ella está convencida de haberlo visto, pero yo no me lo creí. No podía, no debía creerlo. Ella insistió. Viendo mi cara de angustia, me dio todos los detalles que recordaba, su aspecto, su ropa, el lugar donde lo vio, la hora… Pero no era posible, y si era cierto, sólo podía ser un milagro. Lo que pudo contarme sobre él, no encajaba con mis recuerdos, tal vez hubiera cambiado o tal vez, mi subconsciente hubiera deformado la imagen que tenía de él. No me quedaba nada suyo, ni una imagen siquiera para poder refrescar mi memoria y comprobar si podría tratarse de él. Se lo llevaron todo.
Pero yo también he cambiado. Él tampoco podría reconocerme. Desde el mismo momento en que supe que había desaparecido, el tiempo se detuvo para mí. Mi vida se convirtió en una espera o en una desesperación, una búsqueda sin sentido porque sabía que no había nada que buscar. Rota por dentro y por fuera. Y me había dejado llevar, arrastrada por la inercia de mantenerme con lo mínimo para subsistir.
¿Y si es cierto? Es una locura, tengo el pecho encogido. No puedo soltar mi medalla, mi virgencita. Lo mejor será quedarme aquí hasta que lo vea. Aquí, donde la Señora dice que lo vio. Por Dios, que sea cierto. Sólo pido que sea él, que al menos pueda mirarlo una vez más, que pueda comprobar con mis ojos que mi hijo sigue vivo, que pueda abrazarlo, sentir su calor, su aliento. Sólo pido, que por favor, sea mi hijo.